El cierre de los casinos en el Ecuador ha
sido una ruleta que ha dejado rojos y negros, heridos e ilesos. Por un lado, los simpatizantes de la
propuesta estandarizada del “mal que representa para la salud psicosocial” el juego de azar, a quienes
podríamos llamar “los beneficiados” y por el otro, los aproximadamente treinta
mil desempleados que dejó la clausura, “los perjudicados”. Sin
embargo muy poco se ha dicho de los personajes principales de esta historia:
los jugadores, mas que no deberían de jugarse la plata de la comida. Se les quitó ya el juguetito.
Dostoievsky, cuyo condimento en su obra “El
Jugador”, no es más que una ácida interpelación al lado primitivo del hombre
del poder y la avaricia, dejando incierto el tema de la moralidad sobre el
juego. Incita a jugar, el juego emociona,
y muestra la realidad, el juego decepciona; al final reposa la
incertidumbre. Pero lo deja ahí, que el
lector decida qué hacer con el libro, qué hacer con su vida.
Desaparecer los caramelos de la casa, no
quiere decir que deje de gustar el dulce.
El control de los cuerpos, la prohibición venida desde arriba, la
represión, podría resultar más caro que la supuesta solución. El cierre de los
casinos implica un choque atemporal. El
jugador cambiaba su casa por otra morada: el casino, una suerte refugio. Donde se perdía cronológicamente, a propósito
o sin saberlo; había un fin en ello.
Estas clausuras podrían llevar a los
jugadores a un despertar-encuentro con
una realidad irreconocible bañada de desesperanza, o a un pozo sin fondo donde
se mantiene en la búsqueda a otro enganche igual de vertiginoso y furtivo. Esa atemporalidad caracterizada por lo rápido
del ganar y perder, de la pérdida de la noción del tiempo que implica estar
dentro del centro de juegos. El casino,
mientras más clandestino, mejor.
El casino para el jugador podría llevar la
definición de “burlar a una sociedad que no anda bien”, “que no me satisface”.
Un malestar inducido por muchas causas, una de ellas: una sociedad para él
incompleta. El juego de azar es la
solución que ha encontrado para mitigar esa señal de angustia, ese vacío, ese
dolor; lo distrae y le permite creer que no existe, más que ahí dentro en la
sala de juego.
Estar en el casino, trae consigo ciertas
cargas de poder en pequeñas escalas, gracia que en la sociedad donde este
sujeto se desenvuelve no se da. Poder en
la mesa de juego, poseer una cantidad considerable de fichas, ser admirados por
sus compañeros, burlar al “croupier”, burlar al casino; éste último como
metáfora de Estado.
Si el motivo del cierre de
los casinos es obligarle a ahorrar el dinero al aficionado del juego, este va a
gastarse/mal gastarse, de una forma u otra.
El jugador bien podría estar gastando todo su dinero en la lotería; igualmente
es un juego de azar más atemperado, con distancias mucho más lejanas de
ganar. Sin embargo, sobre el ganar o
perder se tiene conciencia; más sobre el perder. El jugador, no pretende hacerse millonario
con el juego, su intención es jugar, y ahí se juegan ese “derrochar” y “la
esperanza de ganar”, que toca la puerta de todos en algún momento. Se trata más bien del “juego por el juego”.
El jugador podría pensar en
pagar sus deudas con lo que ganaría, y perder en el casino, implicaría una
forma de auto reproche y castigo. Aunque se necesite el dinero, no se juega con
la intención de conseguirlo. No jugar, es un producto, un
efecto secundario, no un objetivo por medio de una medida abrupta; una decisión
a fin de cuentas, que se construye en libertad: la libertad de cada cual.
Trabajar sobre “La problemática del juego”, si se quiere llamar, es un asunto muy singular, muy personal. Decisión que recae bajo la responsabilidad del sujeto, éste único y no impuesto de algún organismo o institución. La persecución salubrista, que en sí persigue resultados, se encuentra parcializada y cegada en cuanto a la fantasmática subjetiva del sujeto al que nos referimos. Las instituciones piensan en un bien común, de acuerdo, pero bajo una ortopedia que no calza en la singularidad del sujeto, por esa misma intención salubrista.
Una sociedad estrictamente apolínea, puede
tener graves consecuencias. Esa pulsión
de muerte, en términos de S. Freud, debe desaguar por alguna parte. Se la tienta, sin embargo, en la intolerancia
institucional que se tiene frente a ella: la salud, la norma, llevada por la
imposición. El sujeto debe estar en pleno derecho de
decidir qué hacer con su cuerpo, qué hacer con su plata, qué hacer con su
vida. Los espacios clausurados, no van a
representar más que la migración de estos sujetos a otros espacios, inventados,
creados, más autistas, más relegados y peligrosos o más costosos para el Estado.
En el asunto del juego, existe una cierta
degradación del sujeto en la pérdida de su dinero, menosprecio que recibiría
una desaprobación de los demás, es un castigo.
Pero a fin de cuentas, eso es lo que está buscando, por decisión propia.
El demonio del juego lo llevamos todos,
siempre está presente.
Carlos Silva Koppel