Los encuentros casuales que existen entre las personas, podrían llevarnos a pensar en el momento de aquél encuentro y también en el lugar que ocuparía una persona frente a la otra. Se puede decir que corresponderían a las relaciones de poder que existen entre ellas o por lo menos, las que presumen ellas que existen. El encuentro con el psicoanalista por ejemplo, que no es nada casual, es uno que por todo lo demás, incluye una cierta anticipación. Por supuesto que está no tanto del lado del analista. Aquí el analizante supone que su analista está investido con una cierta cuota de saber, con respecto a él o con lo que lleva para decir.
Se trata de hablar, parlar, más bien de parlotear, que deja atrás la idea de “cartasis”, iniciada y abandonada por Freud, para convertirse en un “ser escuchado por un otro”. Conocemos esta práctica dentro del análisis como el “método de asociación libre”, que no implicaría método alguno hablando salvajemente, más que dejar hablar y escuchar al sujeto. El analista, ahí sentado; el analizante, ahí recostado parloteando en el diván. Sin embargo, para que esta palabrería se lleve a cabo, debe existir una dimensión transferencial y antes de ello, una demanda de análisis.
De estos encuentros, podemos también mencionar los que son del registro de la cotidianeidad, que surgen a partir del tránsito de personas: son los encuentros entre desconocidos, cuyas interacciones no sobrepasan las miradas, un saludo o alguna palabra que puede ser cortés o un mero insulto. No se habla mucho de estos encuentros, pero son parte de las relaciones de poder y de la misma interacción entre humanos. Caminar con alguien a la salida de una estación, cruzarse entre la entrada de un lugar, transportarse junto a alguien en un bus, entre otros, son encuentros.
La cuestión es: ¿Qué posición asume uno frente al otro? Como ejemplo podemos citar el encuentro entre dos personas, la primera en calidad de cliente y la otra de dependiente de un local. Se halla una interacción que se limita al saludo, al intercambio de moneda y producto, y a un ejercicio de poder. Hay una demanda de algo y su intermediario, el dependiente se encarga de cumplirla. Con respecto al ejercicio de poder, preguntémonos sobre las posiciones que implican el encuentro del ejemplo mencionado anteriormente. Es decir, ¿quién asumiría una posición sobre otro? En tal caso, de eso hay.
Me parece interesante abordar la experiencia curiosa, de la relación y el rico intercambio que se puede suceder entre un taxista y un pasajero. Éste pasajero que no se sabe qué posición ocupa dentro del taxi y éste taxista que pasa de ser un transportador de personas, a ser un confidente y consejero ocasional. Con años frente al volante, ellos conocen mejor a las personas, que a las mismas calles de la ciudad. Y es toda una serie de elementos que completan una locación particular para que exista este intercambio: el retrovisor que no enseña el rostro del taxista, solo una mirada que no mira, más que a su frente, por donde se va conduciendo; la ubicación de cada uno direcciona las palabras, uno se da la espalda con el otro, se relacionaría a la idea del analista y el diván; las chucherías que adornan al taxi, que espantan o cautivan, similar al juego de luces de un lugar de análisis; entre otras cosas.
Entonces nos topamos con esto que es algo único, dentro los encuentros entre desconocidos. ¿Por qué alguien habría de contarle su historia o alguna de ellas a un taxista? ¿Por qué éste tendría que escuchar? Y hablamos ciertamente, de escuchar, a fin de cuentas es lo que le toca. Quizá eso de solamente escuchar, es lo que hace del taxista, mejor psicólogo que los mismos de profesión y estas sesiones de un día y de un “nunca más”, son mejores que las directivas doce sesiones. Tal vez es también lo que hace que la canción de Arjona sea un sacrilegio. Es un tema abierto a la discusión.
Carlos Silva Koppel