La cuestión es que el criminal siempre será inocente.
Discutir sobre el crimen o
el criminal, es un asunto complejo desde las diferentes miradas que podamos
otorgarle: social, antropológica, psicológica, entro otros. Pero se debe estar al tanto, que lo único que
se indican en los libros de historia, es que la historia misma del hombre comprende
en su esencia un cúmulo de sucesos criminales: violencia, discrimen,
explotación, genocidio.
Sería pertinente empezar
por la discusión más primaria en términos de “normalidad-anormalidad”. Términos
que han estado en manos de la ciencia, la religión, la salud y la estadística
para determinar, lo enfermo y lo sano, lo bueno y lo malo, el buen chico o el
delincuente. Sin embargo, podría sostenerse que por ningún motivo se
debería asignar categorías salúbricas o patológicas a lo normal y anormal
respectivamente, porque se trataría de una cuestión contextual colindando con
lo axiológico.
Qué desastre escuchar de un
asalto en un lugar donde jamás ha ocurrido tal. Éste, a través de su
regularidad se iría normalizando. O es que ¿Nos seguimos horrorizando
con las masacres en tal o cual lugar? ¿Con los asesinatos de por aquí o por
allá? ¿Con el secuestro del uno o del otro? Aquí es muy normal que maten gente,
y al decir o aceptar esto, somos tan canallas como los mismos asesinos.
Por consiguiente, lo normal o la cuestión de la salud, inclusive de la
enfermedad, quedarían en la intemperie de la relatividad del sentido que se le
otorgue social o subjetivamente.
El crimen por mano propia,
un acto en resumidas cuentas de justicia; incluso el delito, si se quiere algo
menos grave. Es la muestra del cliché de la sociedad injusta. El
delincuente por tanto tomaría el nombre de justiciero, un héroe para muchos en
su contexto de procedencia o para él mismo. No lo entenderíamos y lo
demostramos en la lucha discursiva constante contra los nuevos bárbaros de la
época; también conocidos como enfermos sociales. Un superviviente del aislamiento social y
psicológico.
-Uno no sabe lo que es
capaz de hacer cuando tiene hambre- dice Pi,
en un bote salvavidas junto al tigre de bengala (Life of Pi). Es que todos tenemos algo de eso que se llama
“criminal” por dentro: un tigre asesino.
El estar por encima de la ley se manifiesta en las fantasías, en los
sueños, pero hay otros que lo materializan.
Que solo lo soñemos, es porque quizá no nos conozcamos en absoluto. En definitiva, existen también los criminales
enmascarados, esperando al apocalipsis para saquear, violar, destruir o matar. Somos los monstruos tímidos que llamamos
monstruos a los asesinos en serie, al sicario o al dictador. Somos los mismos
que mataríamos por celos, por dinero, por política, por religión, por
territorio y entre muchos otros; el tigre siempre está ahí. ¿O es que alguien
se apena por la muerte de un criminal? En todo caso, sería la muerte de otro
ser humano.
La profesión criminal, bien
podría inscribirse dentro de una dinámica concreta en el lenguaje, en cuanto
sujeto, sujetado al discurso del otro. En términos freudianos un superyó va imprimiéndose
de cierta manera, remontándonos así a la dinámica edípica que no es otra cosa
que la situación familiar, por consiguiente, engranada al aparataje social. Un asunto superyoico,
la ley de ese uno. Es la justicia
llevada a cabo por la ley de ese singular.
El crimen entonces surge
como síntoma, dígase, como respuesta a algo que no anda bien en lo social, y
posteriormente lo que se hace es callarlo con la píldora del castigo -la cárcel-,
muy parecida a la tradición médica donde sus más penosos casos del
silenciamiento de síntomas, provienen de la mano de la psiquiatría. El mal va tomando forma.
Freud en su escrito “Los delincuentes por sentimiento de
culpabilidad” (1915), menciona que los delitos eran ejecutados por el
alivio que este les ocasionaba a sus autores.
El autor del delito tenía un sentimiento de culpa de procedencia
desconocida, que se aliviaba con la ejecución del delito. Cabe decir que el sentimiento de culpa
antecedía a la acción delictiva y no se originaba a partir de este. El delito era un producto de la culpabilidad,
que proviene originalmente del idilio edípico.
Lo que bien tendrían en común Hamlet
y Los Hermanos Karamazov.
De esta forma el castigo
que se asigna luego el acto del llamado malhechor, produce un alivio. Así, si
esto quisiera convertirse en un asunto de comprobación, se lo puede fácilmente
observar en los crímenes y/o delitos que son de índole reiterativa y que no
podemos darle explicación objetiva alguna. Amor por el castigo del amo, si se
le quiere dar algún nombre. Entonces se
invalida la idea de proporcionarle un estímulo negativo a la conducta que
queremos extinguir, porque es ese estímulo negativo –el castigo-, que el “chico
malo” está buscando.
No podemos ser
deterministas en esta clase de asuntos.
Sabemos que existen muchas variables en cuestión, que siempre se
escabullen ante nuestros ojos, siendo esta la única constante. Creemos que el crimen es una enfermedad que soporta
la sociedad, pero en realidad es que, la sociedad misma es una enfermedad. Nos ponemos en la posición de espectadores y
de víctimas con las atrocidades de los otros; habrá que pensar en qué otra
posición podríamos ubicarnos. Por lo que
queda en decir, nos hemos adaptado a vivir entre el crimen y el delito. Sin embargo, seguimos sin reconocer al
delincuente como sujeto, siendo nosotros de la misma especie.
Carlos Silva K.
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